Artículo publicado en La Voz de Almería el 12 de Noviembre de 2016. Edición en papel. Con buena cara, de pronto se presentó el día. La luz mediterránea empezaba asomarse tranquila, confiada, desplazando a la noche con disimulo sin ofenderla y tomándose su tiempo antes de mostrarse en su máximo esplendor. En ese momento La Alcazaba de Almería que se mostraba incandescente y dorada por la luz artificial que un día fue de candiles y fuego, me ofrecía, cruzada la Puerta de La justicia, el aroma en sus jardines y la tranquilidad del agua de sus aljibes. El descenso por los monumentales escalones junto a la Muralla Meridional enmarcaba la Bahía de la ciudad mientras me conducía a la Torre de La Vela. Justo antes de acceder al segundo recinto hice uso de mis gafas oscuras para mirar al cielo. El tiempo había transcurrido sin contemplaciones y el sol ya reinaba en lo más alto. Al bajar la cabeza me topé con una estampa diferente. Aunque sorprendido y con una sensación de arrebato que ya no me abandonaría, agradecí el consuelo sombreado en la trama de las calles que la Medina me ofrecía. Decidí continuar, pasearla con calma, descubrirla y, mientras me paraba y volvía arrancar, saludar a propios y extraños. Salí de la calle de La Almedina para, después de cruzar La Reina y la plaza Granero por Bailén, dejarme caer en una silla con su mesa y aperitivo frente a la Catedral que, de robusta piel, grandes contrafuertes y torreones en esquina, presidía el sencillo (que no simple) y espectacular espacio escénico de adoquinado de mármol blanco y trama de palmeras con altura suficiente como para dejarle mirar con solvencia al Palacio Episcopal. Con el regusto del tapeo almeriense y la digestión recién comenzada me levanté. Debió ser muy rápido porque la vista se hizo negra y tan pronto como se me fue pixelando la imagen , el escenario que estaba ante mí, otra vez había cambiado bruscamente. Pisaba el suelo de la nueva cubierta panorámica sobre el Ayuntamiento. A vista de aves, de esas rapaces en reposo, posadas antes de levantar el vuelo, me hacía una idea general de la ciudad: A un lado La Alcazaba, que ahora contemplaba desde otro ángulo, y el Cerro de San Cristóbal. Al otro, el puerto pidiendo a gritos más protagonismo urbano y la Plaza de la Constitución a la que bajaría después a través del Centro de Interpretación Patrimonial para impregnarme de su vida, alma e historia. El paso hacia la Calle Mariana bajo el arco me obsequió con otro nuevo mareo que supuso un nuevo cambio de Plano. Esta vez, en el subsuelo, un kilómetro de conmoción, silencio, respeto, tensión y curiosidad compungida que recorrí sin apenas darme cuenta del tiempo. Los refugios de la guerra me contaban cómo y su porqué. Quedé deslumbrado y algo más relajado cuando emergí a través del cristal en la plaza Pablo Cazard, frente a la escuela de artes. Bordeando el Círculo Mercantil llegué hasta el Paseo de Almería para dejarme caer dirección al mar. Allí lo que un día fue cargadero de mineral y, no hace tanto, objeto de absurdas polémicas que cuestionaban su saber estar, se había adueñado de la antesala al paseo marítimo. El Cable inglés dominaba con autoridad, lucía orgulloso, poderoso y ofrecía sus entrañas (o eso creí escucharle) para albergar nuevos usos en su interior. Esto ya se ha planteado y puesto sobre alguna mesa no hace mucho. Me aventuré bajo sus patas de hierro, avancé con curiosidad y, por qué no decirlo, algo de miedo. Se hacía oscuro y a unos metros, casi pisando el agua, una escalera me invitaba a subir a una trampilla de hierro que esperaba abierta. Subí. Lo que experimenté cuando crucé el umbral no hizo sino confirmar lo que venía sospechando casi desde el primer momento del día. Ante mi asombro, el Toblerone me recibía con sus nuevas mejores galas, había adaptado su piel para óptimas sensaciones de luz y confort en su interior, se había dejado atravesar, la ciudad había penetrado para inspirar la unión definitiva con el mar, estableciendo nuevos recorridos, a ratos cubiertos, entre Ronda, Calle Marina, Sierra Alhamilla, Calle Morales y Avenidad Cabo Gata que abría la ventana del parque de las Almadravillas hacia el mar. Tendía puentes con la Vieja estación de ferrocarril y cicatrizaba la herida que sus vías siguen provocando en la trama urbana. Toblerone se entregaba a la reutilización y, lo que un día fue un almacén de mineral, se había convertido en un lugar de encuentro que desplazaba el centro de Almería con actividades culturales, comerciales, ocio, residenciales y económicas que convivían con armonía. las primeras notas del despertador hicieron acto de presencia. Hay opiniones vertidas por personas que dicen ser cultivadas y entender de arte que evidencian un preocupante desconocimiento sobre arquitectura. Como eslogan inicial: bella la arquitectura antigua versus pésima arquitectura moderna (referida a contemporánea). Sin embargo, sorprendentemente sí hablan de forma casi siempre controlada de cine, música, literatura, pintura, escultura e incluso moda y alta cocina. Pues bien, el arte, que por sí solo no debe dejar indiferente, supone una parte importantísima de la arquitectura que además debe ser construible, funcional y responder a las necesidades reales para las que es concebida. Si una construcción no conmueve, no dice nada, no despierta el más mínimo interés, podrá llamarse construcción pero seguramente no arquitectura, carece de su carácter artístico. Ese es el peaje que el conocimiento de la arquitectura en la buena gente de a pie, paga a consecuencia de las malas construcciones.Así que, salgan a pasear por Almería con tiempo, piérdanse por sus tramas en el casco urbano, su periferia, barrios, campo, playa. Descubran lugares, espacios, rincones. Disfrútenlos y quítense la coraza para dejarse emocionar por la arquitectura que, queriendo o sin querer, a veces de forma anónima, sin ser buscada, se vaya asomando a su paso. Vivan nuestra ciudad. Tiene mucho bueno que ofrecer en forma de arquitectura y, por qué no decirlo, de arquitect@s. Aprovechen(nos). Jose Antonio GarcíaEscribe algo sobre ti mismo. No hay que ser elegante, sólo haz un resumen.
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